EL PORQUE D E L A GUERRA *
Parte I
* Título del original en alemán:
Warum Krieg?
1932 [1933]
Viena, septiembre de 1932.
Estimado señor Einstein:
Cuando me enteré de que
usted se proponía invitarme a cambiar ideas sobre un
tema que ocupaba su interés y que
también le parecía ser digno del
ajeno, manifesté complacido mi aprobación. Sin
embargo, esperaba que usted elegiría un
problema próximo a los límites de nuestro actual
conocimiento, un problema ante el que cada
uno de nosotros, el físico como el
psicólogo, pudiera labrarse un acceso
especial, de modo que, acudiendo de
distintas procedencias, se encontrasen en un
mismo terreno. En tal expectativa, me sorprendió
su pregunta: ¿Qué podría hacerse para
evitar a los hombres el destino de
la guerra? Al principio quedé asustado bajo la
impresión de mi -casi hubiera dicho: «de nuestra incompetencia,
pues aquélla parecíame una terea práctica
que corresponde a los hombres de
Estado. Pero luego comprendí que usted
no planteaba la pregunta en tanto
que investigador de la Naturaleza y físico, sino
como amigo de la Humanidad, respondiendo a la invitación
de la Liga de las Naciones, a la manera de Fridtjof
Nansen, el explorador del Artico que
tomó a su cargo la asistencia de
las masas hambrientas y de las víctimas
refugiadas de la Guerra Mundial.
Además, reflexioné que no se me
pedía la formulación de propuestas
prácticas, sino que sólo había de bosquejar cómo se presenta a
la consideración psicológica el problema de prevenir
las guerras.
Pero usted en su misiva
ha expresado ya casi todo lo que
podría decir al respecto. En cierta
manera, usted me ha sacado el viento de las
velas, pero de buen grado navegaré en
su estela y me limitaré a confirmar
cuanto usted enuncia, tratando de explayarlo
según mi mejor ciencia o presunción.
Comienza usted con la
relación entre el derecho y el poder:
he aquí, por cierto, el punto de
partida más adecuado para nuestra investigación.
¿Puedo sustituir la palabra «poden> por
el término, más rotundo y más duro,
«fuerza»? Derecho y fuerza son hoy para nosotros antagónicos.
pero no es difícil demostrar que el primero surgió
de la segunda, y retrocediendo hasta
los orígenes arcaicos
de la Humanidad para observar cómo
se produjo este fenómeno, la solución
del enigma se nos presenta sin esfuerzo.
No obstante, perdóneme usted si en lo
que sigue paso revista, como si fuesen
novedades, a cosas conocidas y
admitidas por todo el mundo: el hilo
de mi exposición me obliga a ello.
De modo que, en
principio, los conflictos de intereses
entre los hombres son
solucionados mediante el recurso de la fuerza. Así sucede en todo
el reino animal, del cual el hombre no
habría de excluirse, pero en el caso
de éste se agregan también conflictos
de opiniones que alcanzan hasta las
mayores alturas de la abstracción y
que parecerían requerir otros recursos para
su solución. En todo caso, esto sólo
es una complicación relativamente reciente. Al
principio, en la
pequeña horda humana, la mayor
fuerza muscular era la que decidía a
quién debía pertenecer alguna cosa o
la voluntad de quien debía llevarse a
cabo. Al poco tiempo la fuerza
muscular fue reforzada y sustituida por
el empleo de herramientas: triunfó aquel que
poseía las mejores armas o que sabía
emplearlas con mayor habilidad. Con la
adopción de las armas, la superioridad
intelectual
ya comienza a ocupar la plaza
de la fuerza muscular bruta, pero el
objetivo final de la lucha sigue
siendo el mismo: por el daño que
se le inflige o por la aniquilación
de sus fuerzas, una de las partes
contendientes ha de ser obligada a abandonar
sus pretensiones o su oposición. Este
objetivo se alcanza en forma más
completa cuando la fuerza del enemigo
queda definitivamente eliminada,
es decir, cuando se lo mata. Tal resultado ofrece la doble ventaja
de que el enemigo no puede iniciar de nuevo
su oposición y de que el destino
sufrposeía las mejores armas o que sabía emplearlas
con mayor habilidad. Con la adopción
de las armas, la superioridad
intelectual ya comienza a ocupar la
plaza de la fuerza muscular bruta,
pero el objetivo final de la lucha
sigue siendo el mismo: por el daño
que se le inflige o por
la aniquilación de sus fuerzas, una de
las partes contendientes ha de ser obligada
a abandonar sus pretensiones o su
oposición. Este objetivo se alcanza en
forma más completa cuando la fuerza
del enemigo queda definitivamente eliminada,
es decir, cuando se lo mata. Tal resultado ofrece la doble ventaja
de que el enemigo no puede iniciar de nuevo
su oposición y de que el destino
sufrposeía las mejores armas o que sabía emplearlas
con mayor habilidad. Con la adopción
de las armas, la superioridad
intelectual ya comienza a ocupar la
plaza de la fuerza muscular bruta,
pero el objetivo final de la lucha
sigue siendo el mismo: por el daño
que se le inflige o por
la aniquilación de sus fuerzas, una de
las partes contendientes ha de ser obligada
a abandonar sus pretensiones o su
oposición. Este objetivo se alcanza en
forma más completa cuando la fuerza
del enemigo queda definitivamente eliminada,
es decir, cuando se lo mata. Tal resultado ofrece la doble ventaja
de que el enemigo no puede iniciar de nuevo
su oposición y de que el destino
sufrrido sirve como escarmiento, desanimando
a otros que pretendan seguir su
ejemplo Finalmente, la muerte del enemigo
satisface una tendencia instintiva que
habré de mencionar más adelante. En un
momento dado, al propósito homicida
se opone la consideración de que
respetando la vida del enemigo, pero manteniéndolo
atemorizado, podría empleárselo para realizar
servicios útiles. Así, la fuerza, en lugar de matarlo, se limita a
subyugarlo. Este es el origen del respeto por la vida del enemigo,
pero desde ese momento el vencedor hubo de contar con
los deseos latentes de venganza que abrigaban los
vencidos, de modo que perdió una parte de su
propia seguridad.
Por consiguiente, ésta es
la situación original: domina el mayor
poderío, la fuerza bruta o intelectualmente
fundamentada. Sabemos que este régimen
se modificó gradualmente en el curso de
la evolución que algún camino condujo de
la fuerza a l derecho: pero. ¡,cuál
fue este camino? Yo creo que sólo
pudo ser uno: el que pasa por el
reconocimiento de que la fuerza mayor de
un individuo puede ser compensada por
la asociación de varios más débiles.
L'union fait la force. La violencia es
vencida por la unión; el poderío de
los unidos representa ahora el derecho,
en oposición a la fuerza del
individuo aislado. Vemos, pues, que el
derecho no es sino el poderío de
una comunidad. Sigue siendo una fuerza dispuesta
a dirigirse contra cualquier individuo que
se le oponga; recurre a los mismos
medios, persigue los mismos fines; en el fondo,
la diferencia sólo reside en que ya
no es el poderío del individuo el
que se impone, sino el de un
grupo de individuos. Pero es preciso que
se cumpla una condición psicológica para que pueda efectuarse
este pasaje de la violencia al nuevo derecho: la unidad del grupo ha
de ser permanente, duradera. Nada se
habría alcanzado si la asociación
sólo se formara para luchar contra un
individuo demasiado poderoso, desmembrándose una
vez vencido éste. El primero que se
sintiera más fuerte trataría nuevamente de
dominar mediante su fuerza, y el
juego se repetiría sin cesar. La comunidad
debe ser conservada permanentemente; debe
organizarse, crear preceptos que prevengan
las temidas insubordinaciones; debe designar
organismos que vigilen el cumplimiento de los
preceptos -leyes- y ha de tomar a su
cargo la ejecución de los actos de
fuerza legales. Cuando los miembros de
un grupo humano reconocen esta comunidad
de intereses aparecen entre ellos
vínculos afectivos, sentimientos gregarios que
constituyen el verdadero fundamento de
su poderío.
Con esto, según creo,
ya está dado lo esencial: la superación de
la violencia por la cesión del poderío
a una unidad más amplia, mantenida
por los vínculos afectivos entre sus
miembros. Cuanto sucede después no son
sino aplicaciones y repeticiones de esta
fórmula. El estado de cosas no se
complica mientras la comunidad sólo conste
de cierto número de individuos igualmente
fuertes. Las
leyes de esta asociación determinan
entonces en qué medida cada uno de
sus miembros ha de renunciar a la
libertad personal de ejercer violentamente
su fuerza para que sea posible una
segura vida en común. Pero esta
situación pacífica sólo es concebible
teóricamente, pues en la realidad es
complicada por el hecho de que desde
un principio la comunidad está formada
por elementos de
poderío dispar, por hombres y mujeres, hijos y
padres, y al poco tiempo, a causa de guerras y
conquistas, también por vencedores y vencidos que
se convierten en amos y esclavos. El
derecho de la comunidad se torna
entonces en expresión de la desigual
distribución del poder entre sus miembros; las
leyes serán hechas por y para los
dominantes y concederán escasos derechos a
los subyugados. Desde ese momento existen
en la comunidad dos fuentes de
conmoción del derecho, pero que al
mismo tiempo lo son también de nuevas
legislaciones. Por un lado, algunos de
los amos tratarán de eludir las
restricciones de vigencia general, es decir,
abandonarán el dominio del derecho para
volver al dominio de la violencia; por
el otro, los oprimidos tenderán
constantemente a procurarse mayor poderío y
querrán que este fortalecimiento halle eco
en el derecho, es decir, que se
progrese del derecho desigual al derecho
igual para todos. Esta última tendencia
será tanto más poderosa si en el
ente colectivo se producen realmente
desplazamientos de las relaciones de
poderío, como acaecen a causa de múltiples
factores históricos. En tal caso el
derecho puede adaptarse paulatinamente a
la nueva distribución del poderío o,
lo que es más frecuente, la
clase dominante se negará a reconocer esta transformación y se
llega a la rebelión, a la guerra civil, es
decir, a la supresión transitoria del
derecho y a renovadas tentativas violentas que,
una vez transcurridas, pueden ceder el lugar a
un nuevo orden legal. Aún existe otra fuente de la
evolución legal que sólo se manifiesta en forma
pacífica: se trata del desarrollo cultural de los miembros de la
colectividad;
pero ésta pertenece a un conexo que no habremos de considerar sino
más adelante.
Vemos, por consiguiente, que
hasta dentro de una misma colectividad
no se puede evitar la solución violenta
de los conflictos de intereses. Sin
embargo, las necesidades y los fines
comunes que resultan de la convivencia
en el mismo terreno favorecen la terminación
rápida de esas luchas, de modo que
en estas condiciones aumenta sin cesar
la probabilidad de que se recurra a
medios pacíficos para resolver los conflictos. Pero una ojeada a
la Historia de la Humanidad nos muestra una serie
ininterrumpida de conflictos entre una
comunidad y otra u otras, entre conglomerados mayores o
menores, entre ciudades, comarcas, tribus, pueblos,
Estados; conflictos que casi invariablemente
fueron decididos por el cotejo bélico
de las respectivas fuerzas. Semejantes guerras
terminan,
ya en el saqueo, ya en el
completo sometimiento y en la conquista
de una de las partes contendientes. No es
lícito juzgar con el mismo criterio todas
las guerras de conquista. Algunas, como
las de los mogoles y de los
turcos, sólo llevaron a calamidades; otras,
en cambio, a la conversión de la
violencia en el derecho, al establecimiento de
entes mayores, en cuyo seno quedó eliminada la posibilidad del
despliegue de fuerzas, solucionándose los
conflictos mediante un nuevo
orden legal. Así, las conquistas de
los romanos legaron la preciosa pax
romana a los pueblos mediterráneos. Las
tendencias expansivas de los reyes
franceses crearon una Francia pacíficamente unida y próspera. Aunque
parezca paradójico, es preciso reconocer que la
guerra bien podría ser un recurso
apropiado para establecer la anhelada paz «eterna», ya
que es capaz de crear unidades tan grandes que una fuerte
potencia alojada en su seno haría
imposibles nuevas guerras.
Pero en realidad la guerra no
sirve para este fin, pues los éxitos
de la conquista no suelen ser
duraderos; las nuevas unidades generalmente
vuelven a desmembrarse a causa de la
escasa coherencia entre las partes unidas
por la fuerza. Además, hasta ahora la
conquista sólo pudo crear uniones incompletas,
aunque amplias, cuyos conflictos interiores favorecieron aún más las
decisiones violentas. Así, todos los esfuerzos bélicos
sólo llevaron a que la Humanidad trocara nume
rosas y aun continuadas guerras pequeñas por conflagraciones menos
frecuentes, pero tanto más desvastadoras.
Aplicando mis reflexiones a
las circunstancias actuales, llego al
mismo resultado que usted alcanzó por
una vía más corta. Sólo es posible
impedir con seguridad las guerras si los hombres
se ponen de acuerdo en establecer un
poder central, al cual se le conferiría
la solución de todos los conflictos
de intereses. Esta formulación involucra,
sin duda, dos condiciones: la de. que
sea creada
semejante instancia superior, y la
de que se le confiera un poderío
suficiente. Cualquiera de las dos, por sí sola, no bastaría. Ahora
bien: la Liga de las Naciones fue proyectada como una
instancia de esta especie, pero no se
realizó la segunda condición: no posee
poderío autónomo, y únicamente lo obtendría
si los miembros de la nueva unidad,
los distintos Estados, se la confiriesen.
No hay duda que actualmente son muy
escasas las probabilidades de que tal
cosa suceda. Con todo, se juzgaría mal
a la institución de la Liga de
las Naciones si no se reconociera que
nos encontramos ante un ensayo pocas
veces emprendido en la Historia de la
Humanidad y quizá jamás intentado en
semejante escala. Se trata de una
tentativa para ganar, mediante la
invocación de ciertas posiciones
ideales, la autoridad --es decir, el
poder de influir perentoriamente- que
en general se desprende del poderío.
Hemos visto que una comunidad humana
se mantiene unida merced a dos
factores: el imperio de la violencia
y los lazos afectivos -técnicamente los
llamados «identificaciones»-- que ligan a
sus miembros. Desapareciendo uno de aquéllos, el otro podrá
posiblemente mantener unida a la comunidad. Desde
luego, las mencionadas ideas sólo poseen
trascendencia si expresan importantes intereses
comunes a todos los individuos. Cabe
preguntarse entonces cuál será su fuerza.
La Historia nos enseña que pudieron
ejercer, en efecto, considerable influencia. Así,
por ejemplo, la idea panhelénica, la
consciencia de ser superiores a los
bárbaros vecinos, idea tan poderosamente
expresada en las anfictionías, en los
oráculos y en los juegos festivos, fue
suficientemente fuerte como para suavizar las
costumbres guerreras de los griegos, pero
no alcanzó a impedir los conflictos
bélicos entre las unidades del pueblo
heleno y, lo que es más, tampoco
pudo evitar que una ciudad o
confederación de ciudades se aliara con
el poderoso enemigo persa en per
juicio de un rival. Análogamente, el
sentimiento de la comunidad cristiana, sin
duda alguna poderoso, no tuvo fuerza
suficiente para impedir que durante el
Renacimiento pequeños y grandes Estados cristianos solicitaran en
sus guerras mutuas el auxilio del sultán.
Tampoco en nuestra época existe una idea a la
cual pudiera atribuirse semejante autoridad
unificadora. El hecho de que actual
mente los ideales nacionales que
dominan a los pueblos conducen a un
efecto contrario, es demasiado evidente.
Ciertas personas predicen que sólo la
aplicación general de la ideología
bolchevique podría poner fin a la
guerra, pero seguramente aún nos encontramos
hoy muy alejados de este objetivo, y
quizá sólo podríamos alcanzarlo a través de
una terrible guerra civil. Por consiguiente, parece
que la tentativa de sustituir el
poderío real por el poderío de las
ideas
está condenada por el momento al
fracaso. Se hace un cálculo errado si
no se tiene en cuenta que el
derecho fue originalmente fuerza bruta y
que aún no puede renunciar al apoyo
de la fuerza.
Continua en la siguiente entrada....
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