EL PORQUÉ DE LA GUERRA Parte II.
Puedo pasar ahora a glosar otra
de sus proposiciones. Usted expresa
su asombro por el hecho de que
sea tan fácil entusiasmar a los
hombres para la guerra, y sospecha que
algo, un instinto del odio y de la
destrucción, obra en ellos facilitando ese enardecimiento.
Una vez más, no puedo sino
compartir sin restricciones su opinión.
Nosotros creemos en la existencia de
semejante instinto, y precisamente durante
los últimos años hemos tratado de
estudiar sus manifestaciones. Permítame usted
que exponga por ello una parte de
la teoría de los instintos a la que
hemos llegado en el psicoanálisis después
de muchos tanteos y vacilaciones. Nosotros aceptamos
que los instintos de los hombres no pertenecen más
que a dos categorías: o bien son
aquellos que tienden a conservar y a
unir -los denominamos «eróticos», completamente
en el sentido del Eros del Symposion
platónico, o «sexuales», ampliando
deliberadamente el concepto popular de la sexualidad-,
o bien son los instintos que tienden
a destruir y a matar: los comprendemos
en los términos «instintos de agresión»
o «de destrucción». Como usted
advierte, no se trata más que de
una transfiguración teórica de la antítesis
entre el amor y el odio, universalmente conocida y
quizá relacionada primordialmente con aquella
otra, entre atracción y repulsión, que
desempeña un papel tan importante en
el terreno de su ciencia. Llegados
aquí, no nos apresuremos a introducir
los conceptos estimativos de
«bueno» y «malo». Uno cualquiera de estos instintos es
tan imprescindible como el otro, y de su
acción conjunta y antagónica surgen las
manifestaciones de la vida. Ahora bien:
parece que casi nunca puede actuar
aisladamente un instinto perteneciente a una
de estas especies, pues siempre aparece
ligado como decimos nosotros «fusionado»- con
cierto componente originario del otro, que
modifica su fin y que en ciertas
circunstancias es el requisito ineludible
para que este fin pueda ser alcanzado.
Así, el instinto de conservación. por
ejemplo, sin duda es de índole
erótica, pero justamente él precisa
disponer de la agresión para efectuar
su propósito. Análogamente, el instinto del
amor objeta) necesita un complemento del
instinto de posesión para lograr apoderarse
de su objeto. La dificultad para
aislar en sus manifestaciones ambas clases
de instintos es la
que durante tanto tiempo nos impidió
reconocer su existencia.
Si usted está dispuesto a
acompañarme otro trecho en mi camino, se
enterarú de que los actos humanos aún
presentan otra complicación de índole
distinta a la anterior. Es sumamente
raro que un acto sea obra de
una única tendencia instintiva, que por
otra partf' ya debe estar constituida
en sí misma por Eros y destrucción.
Por el contrario, generalmente es preciso
que coincidan varios motivos de estructura análoga para
que la acción sea posible. Uno de sus
colegas de usted, un cierto profesor
G. Ch. Lichtenberg, que en los tiempos
de nuestros clásicos enseñaba física en
Gi:ittingen, ya Jo sabía, quizá porque
era aún mús eximio psicólogo que
físico. Inventó la «rosa de los móviles»,
al escribir: «Los móviles * de los
actos humanos pueden disponerse como los 32
rumbos de la rosa náutica, y sus nombres
se forman de manera análoga; por ejemplo:
«pan pan-gloria, o gloria-gloria-pan». Por
consiguiente, cuando los hombres
son incitados a la guerra habrá en
ellos gran número de motivos �nobles o
bajos, de aquellos que se suele
ocultar y de aquellos que no hay
reparo en expresar -que responderán
afirmativamente; pero no nos proponemos
revelarlos todos
aquí. Seguramente se encuentra entre
ellos el placer de la agresión y
de la destrucción: innumerables crueldades
de la Historia y de la vida
diaria destacan su existencia y su poderío.
La fusión de estas tendencias destructivas
con otras eróticas e ideales facilita,
naturalmente, su satisfacción. A veces,
cuando oímos hablar de los horrores de
la Historia, nos parece que las
motivaciones ideales sólo sirvieron de
pretexto para los afanes destructivos; en
otras ocasiones, por
ejemplo frente a las crueldades de la Santa Inquisición,
opinamos que los motivos ideales han predominado en
la consciencia, suministrándoles los
destructivos un refuerzo inconsciente. Ambos
mecanismos son posibles.
Temo abusar de su
interés, embargado por la prevención de
la guerra y no por nuestras teorías.
Con todo, quisiera detenerme un instante
más en nuestro instinto de destrucción, cuya
popularidad de ningún modo corre parejas
con su importancia. Sucede que mediante
cierto despliegue de especulación
hemos llegado a concebir que este
instinto obra en todo ser viviente,
ocasionando la tendencia de llevarlo a su desintegración,
de reducir la vida al estado de la materia inanimada. Merece,
pues, en todo sentido la designación
de instinto de muerte, mientras que los
instintos eróticos representan las tendencias
hacia la vida. El instinto de muerte
se torna instinto de destrucción cuando, con
la ayuda de órganos especiales, es dirigido
hacia afuera, hacia los objetos. El ser viviente protege en
cierta manera su propia vida destruyendo
la vida ajena. Pero una parte del
instinto de muerte se mantiene
activa en el interior del ser; hemos
tratado de explicar gran número de
fenómenos normales y patológicos mediante
esta interiorización del instinto de
destrucción. Hasta hemos cometido la
herejía de atribuir el origen de
nuestra conciencia moral a tal orientación
interior de la agresión. Como usted
advierte, el hecho de que este proceso
adquiera excesiva
magnitud es motivo para preocuparnos; sería
directamente nocivo para la salud, mientras que la
orientación de dichas energías instintivas
hacia la destrucción en el mundo
exterior alivia al ser viviente, debe
producirle un beneficio. Sirva esto como
excusa biológica de todas las tendencias malignas y
peligrosas contra las cuales luchamos. No dejemos de
reconocer que son más afines a la Naturaleza que nuestra
resistencia contra ellas, la cual por
otra parte también es preciso
explicar. Quizá haya adquirido usted la impresión de
que nuestras teorías forman una suerte de mitología, y
si así fuese, ni siquiera sería una mitología
grata. Pero, ¿acaso no se orientan
todas las ciencias de la Naturaleza
hacia una mitología de esta clase?
¿Acaso se encuentra usted hoy en la
física en distinta situación?
De lo que antecede
derivamos para nuestros fines inmediatos la
conclusión de que serán inútiles los
propósitos para eliminar las tendencias
agresivas del hombre. Dicen que en
regiones muy felices de la Tierra,
donde la Naturaleza ofrece pródigamente
cuanto el hombre necesita para su
subsistencia, existen pueblos cuya vida
transcurre pacíficamente, entre los cuales se
desconoce la
fuerza y la agresión. Apenas puedo
creerlo, y me gustaría averiguar algo más
sobre esos seres dichosos. También los bolcheviques esperan que podrán
eliminar la agresión humana asegurando la
satisfacción de las necesidades materiales y
estableciendo la igualdad entre los
miembros de la comunidad. Yo creo
que eso es una ilusión. Por ahora
están concienzudamente armados y
mantienen unidos a sus partidarios, en medida no escasa, por
el odio contra todos los ajenos.
Por otra parte, como usted mismo
advierte, no se trata de eliminar del
todo las
tendencias agresivas humanas; se puede
intentar desviarlas, al punto que
no necesiten buscar su expresión en la
guerra.
Partiendo de nuestra mitológica teoría de los
instintos, hallamos fácilmente úna fórmula que contenga
los medios indirectos para combatir la
guerra. Si la disposición a la guerra
es un producto del instinto de destrucción,
lo más fácil será apelar al antagonista
de ese instinto: al Eros. Todo lo
que establezca vínculos afectivos entre los
hombres debe actuar contra la guerra.
Estos vínculos pueden
ser de dos clases. Primero, los lazos análogos a los
que nos ligan a los objetos del amor, aunque
desprovistos de fines sexuales. El
psicoanálisis no precisa avergonzarse de hablar
aquí de amor, pues la religión dice también,
«ama al prójimo como a ti mismo». Esto
es fácil exigirlo, pero difícil cumplirlo.
La otra forma de vinculación afectiva
es la que se realiza por
identificación. Cuando establece importantes
elementos comunes entre los hombres,
despierta tales sentimientos
de comunidad, identificaciones. Sobre
ellas se funda en gran parte la
estructura de la sociedad humana.
Usted se lamenta de
los abusos de la autoridad, y eso
me suministra una segunda indicación para
la lucha indirecta contra la tendencia
a la guerra. El hecho de que
'los hombres se dividan en dirigentes
y dirigidos es una expresión de su
desigualdad innata e irremediable. Los subordinados
forman la inmensa mayoría, necesitan una
autoridad que adopte para ellos las
decisiones, a las
cuales en general se someten
incondicionalmente. Debería añadirse aquí que
es preciso poner mayor empeño en educar
una capa superior de hombres
dotados de pensamiento independiente, inaccesibles a la
intimidación, que breguen por la verdad y a los
cuales corresponda la dirección de las
masas dependientes. No es preciso demostrar
que los abusos de los poderes del
Estado y la censura del
pensamiento por la Iglesia, de
ningún modo pueden favorecer esta
educación. La situación ideal sería,
naturalmente, la de una comunidad de
hombres que hubieran sometido su vida
instintiva a la dictadura de la
razón. Ninguna otra cosa podría llevar a una unidad
tan completa y resistente de los hombres, aunque. se
renunciara a los lazos afectivos entre
ellos. Pero con toda probabilidad esto
es una esperanza utópica. Los
restantes caminos para evitar indirectamente
la guerra son por cierto más accesibles, pero en
cambio no prometen un resultado inmediato.
Es difícil pensar en molinos que
muelen tan despacio que uno se moriría
de hambre antes de tener harina.
Como usted ve, no es mucho lo
que se logra cuando, tratándose de una
tarea práctica y urgente, se acude al teórico alejado
del mundo. Será mejor que en cada caso particular se trate de
enfrentar el peligro con los recursos de que se disponga en el
momento; pero aún quisiera referirme a una cuestión que
usted no plantea en su escrito y
que me interesa particularmente. ¿Por qué
nos indignamos tanto
contra la guerra, usted, y yo,
y tantos otros? ¿Por qué no la
aceptamos como una más entre las muchas dolorosas
miserias de la vida? Parece natural; biológicamente
bien fundada; prácticamente casi inevitable.
No se indigne usted por mi pregunta, pues
tratándose de una investigación seguramente se puede adoptar la
máscara de una superioridad que en realidad
no se posee. La respuesta será
que todo hombre tiene derecho a
su propia vida; que la guerra
destruye vidas humanas llenas de esperanzas; coloca
al individuo en situaciones denigrantes; lo obliga
a matar a otros, cosa que
quiere hacer; destruye costosos valores materiales,
productos del trabajo humano, y mucho
más. Además, la guerra en su forma
actual ya no ofrece oportunidad para
cumplir el antiguo ideal heroico,
y una guerra futura implicaría la eliminación de uno o quizá
de ambos enemigos, debido al perfeccionamiento de los
medios de destrucción. Todo eso es
verdad, y parece tan innegable que uno
se asombra al observar que las
guerras aún no han sido condenadas por
el consejo general de todos los hombres. Sin
embargo, es posible discutir algunos de
estos puntos. Se podría preguntar si la
comunidad no tiene también un derecho a la vida del individuo;
además, no se pueden condenar todas las clases de guerras en igual medida;
finalmente, mientras existan Estados y naciones que estén dispuestos a
la destrucción inescrupulosa de otros, estos otros deberán
estar preparados para la guerra. Pero
dejaré rápidamente estos temas, pues no
es ésta la discusión a la cual
usted me ha invitado. Quiero dirigirme
a otra meta: creo que la causa
principal por la que nos alzamos contra
la guerra es la de que no podemos
hacer otra cosa. Somos pacifistas porque
por razones orgánicas debemos serlo. Entonces
nos resulta fácil fundar nuestra posición
sobre argumentos intelectuales.
Esto seguramente no es
comprensible sin una explicación. Y o creo
lo siguiente: desde tiempos inmemoriales
se desarrolla en la Humanidad el
proceso de la evolución cultural. (Yo sé que
otros prefieren denominarlo: «civilización»). A este
proceso debemos lo mejor que hemos
alcanzado, y también buena parte de lo que
ocasionan nuestros sufrimientos. Sus causas y sus orígenes son
inciertos;su solución, dudosa; algunos de sus
rasgos, fácilmente apreciables. Quizá lleve a la
desaparición de la especie humana, pues inhibe
la función sexual en más de un
sentido, y ya hoy las razas incultas
y las capas atrasadas de la población
se reproducen más rápidamente que las de
cultura elevada. Quizá este proceso
sea comparable a la domesticación de
ciertas especies animales. Sun duda trae
consigo modificaciones orgánicas, pero aún
no podemos familiarizarnos con la idea
de que esta evolución cultural sea un proceso
orgánico. Las modificaciones psíquicas que
acompañan la evolución cultural son
notables e inequívocas. Consisten en un
progresivo desplazamiento de los fines
instintivos y en una creciente limitación de las
tendencias instintivas. Sensaciones que eran placenteras
para nuestros antepasados son indiferentes o
aun desagradables para nosotros; el hecho de
que nuestras exigencias ideales éticas y estéticas se hayan
modificado tiene un fundamento orgánico. Entre los
caracteres psicológicos de la cultura, dos
parecen ser los más importantes: el
fortalecimiento del intelecto, que comienza a
dominar la vida instintiva, y la interiorización de las tendencias agresivas,
con todas sus consecuencias ventajosas
y peligrosas. Ahora bien: las
actitudes psíquicas que nos han sido
impuestas por el proceso de la
cultura son negadas por la guerra en
la más violenta fqrma y por eso nos
alzamos contra la guerra: simplemente, no la
soportamos más, y no se trata aquí de una aversión intelectual y
afectiva, sino que en nosotros, los
pacifistas, se agita una intolerancia
constitucional, por así decirlo, una
idiosincrasia magnificada al máximo. Y
parecería que el rebajamiento estético implícito
en la guerra contribuye a nuestra rebelión en
grado no menor que sus crueldades.
¿Cuánto deberemos esperar hasta
que también los demás se tornen pacifistas?
Es difícil decirlo, pero quizá no sea
una esperanza utópica la de que
la influencia de estos dos factores
-la actitud cultural y el fundado
temor a las consecuencias de la guerra
futura- pongan fin a los conflictos bélicos
en el curso de un plazo limitado.
Nos es imposible adivinar a través de qué
caminos
o rodeos se logrará este fin.
Por ahora sólo podemos decirnos: todo
lo que impulse la evolución cultural
obra contra la guerra.
Lo saludo cordialmente y
le ruego me perdone si mi exposición
lo ha defraudado.
Suyo,
SIGMUND FREUD
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